“La Concordia de Saint-Exupéry”

🌿 El Castillo del Conde y el Principito

Castillo del Parque San Carlos en Concordia

Mi bisabuelo Michelangelo y su hermano gemelo Felice dejaron el sur de Italia a fines del siglo XIX. Eran apenas adolescentes, pero tenían claro que su futuro no estaba allí. En su tierra natal, los brigantes —grupos rebeldes y armados que se oponían a la unificación italiana— generaban un clima de violencia constante. Robaban, extorsionaban, atacaban pueblos enteros. Vivir con tres hermanas mayores en ese entorno era un riesgo demasiado alto. Así que, con más coraje que certezas, los hermanos tomaron una decisión, partir.

Sus padres, instruidos y con una visión más amplia del mundo, tampoco deseaban aquel destino incierto para sus hijos. Muy cerca, en Potenza, funcionaba una universidad prestigiosa, a la que aún hoy concurren miles de estudiantes. Allí había estudiado su padre, que ejercía como notario, mientras que su madre —una mujer poco común para su época— había cursado estudios de filosofía. Criaron a sus hijos con libros, ideales y una profunda conciencia del valor del conocimiento. Pero sabían que el saber, en una tierra en guerra, no bastaba. Por eso, apoyaron con dolor y esperanza la partida de sus hijos.

Eligieron Argentina. Más precisamente, una región al noreste de Buenos Aires, Entre Ríos, situada entre los ríos Paraná y Uruguay. Una tierra fértil, abierta, de cítricos y vides, donde muchos otros italianos ya habían encontrado esperanza. Concordia fue su destino. Una ciudad rodeada de naturaleza viva, que parecía prometer otra clase de vida.

Con apenas catorce años, dejaron atrás los alpes lucanos y partieron rumbo a lo desconocido. Pero el anhelo de libertad, de paz, de progreso, les dio alas. Trabajaron duro desde el primer día, y más tarde hicieron venir a su familia. Con los años, construyeron un legado: campos, ganado, rutas comerciales. Traían los mejores ejemplares de Shortorn desde Inglaterra. Con su trabajo constante y su visión de futuro, llegaron a ser referentes en el mundo rural de Entre Ríos, Argentina.

Pero esta historia no es solo la de ellos.

Concordia, con su vegetación exuberante, su clima húmedo, su río profundo y cristalino que corre como una arteria viva, atrajo también a otro tipo de soñadores. Uno de ellos fue un noble francés —el conde Demachy— que, deslumbrado por la belleza del Parque San Carlos, mandó a construir allí su castillo. Trajo desde Europa todo lo necesario: mármoles, muebles, lámparas de cristal. Y también trajo a su esposa, una bailarina que había dejado los escenarios por amor.

Durante años, vivieron allí como si ese rincón fuera su propio reino tropical. El castillo se alzaba sobre una colina, rodeado de lapachos rosados y jacarandás en flor, que mecían sus copas con el viento del río. Los atardeceres encendían las piedras, y los caminos de tierra olían a naranjos húmedos.

Y también, atraído por la amistad que lo unía al conde y sus numerosas invitaciones, un joven aviador francés sobrevoló la región. Algunos dicen que venía desde Brasil y que decidió aventurarse más allá, hacia Argentina, para visitar a su amigo. Pero su avión tuvo problemas y debió aterrizar de emergencia en las cercanías de Concordia. Necesitaba ayuda. Así fue como Antoine de Saint-Exupéry llegó al castillo.

No era aún el autor consagrado de El Principito, sino un explorador del aire, un hombre solo en tierra ajena. Allí, entre naranjos y cielos abiertos, encontró un paréntesis. Sobrevoló los campos, caminó por los senderos del parque, y según muchos testimonios, fue allí donde comenzó a esbozar su obra más querida.

Quizás fue esa mezcla de nostalgia, extrañeza y ternura lo que encendió su imaginación.
Quizás fue el anuncio de la primavera con el azahar en flor —capaz de transportar a la más tierna infancia— lo que lo hizo reencontrarse con un relato inocente, pero sobre todo inmensamente profundo.
Un relato que hablaba de lo esencial, sin adornos, como si sólo un corazón limpio pudiera escribirlo.

Porque a veces, no se necesita un desierto para que aparezca un zorro. A veces basta un castillo abandonado, un cielo turquesa y una ciudad que nadie espera.

El castillo tuvo un final abrupto. Cuando la esposa del conde lo abandonó, él también decidió marcharse. Se fue con el corazón roto, dejando todo atrás. Y la leyenda dice que, tras su partida, el pueblo saqueó el castillo y finalmente le prendió fuego. Hoy solo quedan ruinas, cubiertas de musgo y memoria.

Pero si uno camina por el Parque San Carlos en silencio, si se deja llevar por los sonidos del viento entre las hojas y el crujir del pasto alto bajo los pies, parece que algo de aquel mundo sigue ahí. Como si Concordia guardara en su aire húmedo las voces de quienes soñaron con empezar de nuevo, de quienes vinieron a escribir —con palabras o con actos— una historia que no existía todavía.
Y si el silencio es verdadero, quizás uno pueda oír también el suave sonido de los cascos de los caballos del conde atravesando el bosque, como una melodía que traspasa el tiempo.

La travesía continúa...

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